
El tiempo lo destruye todo
Por Marco Zorzoli
La rutina de lo extraordinario. Suele esgrimirse este axioma reiteradas veces para referirse a momentos de la realidad que exceden la capacidad de cualquiera de nosotros de describir insistentemente algo que parece inigualable, pero que solo lo aparenta ya que se convierte en una práctica.
Esta frase lúdica y sensata, generalmente aplicada en el deporte tras actuaciones individuales descollantes, aplica para los incendios producidos en las islas del Paraná en el que los habitantes de la ciudad de Rosario sacaron ticket para las primeras filas. Lo lamentable es que la «función» se inclina por no acabar nunca.
La lluvia, una especie de morfina a esta altura, tomó el control de la semana e imposibilito la presencia del fuego. Rebozado de problemas, el inconsciente rosarino prevé nuevamente próximos días de humo atravesando la peatonal Córdoba como si fuera normal. El gran inconveniente que se detecta es el sentimiento con el que se enfrentan estos acontecimientos, que al principio fue el recuerdo inmediato del 2008 cuando incendios en las islas de Victoria y Zárate llegaron hasta el Obelisco. Pero entre los meses de junio y julio cobró trascendencia y se repartió el hartazgo que contemplaban hasta ahora las ONGs como El Paraná no se toca y se llenó de reclamos y tweets denunciando un fuego incesante mediante imágenes tomadas desde los respectivos departamentos.
Después de todo, los hechos son hechos porque pasan. Y así nos referiremos a los incendios más adelante. Sin embargo, la tarea no es mirar hacia dentro y hurgar responsabilidades en cada uno. El fuego está consumado y la tierra arrasada. Quizá lo que nos preguntemos de aquí a la posteridad era que hacíamos mientras sobre nuestras narices se producía un ecocidio. Palabra más que adecuada para englobar la destrucción de este humedal de 17.500 km2 en el que se detectaron 3700 potenciales focos de incendio. Algunos responderán que se manifestaban, pero en defensa de la propiedad privada.
El berrinche estuvo. La gente en la calle presionando a pesar de las provocaciones, como las quemas después de la firma del convenio entre Santa Fe y Entre Ríos para combatirlas. La generación del #LeyDeHumedalesYA en las redes sociales. Todas acciones unidas por un síntoma común que desemboca en la naturalización: el cansancio. Es interesante trazar el paralelismo con el incumplimiento de la cuarentena y la elevación de la curva de contagios, como también con la brecha cada día más grande entre el dólar oficial y el blue. Lo que termina relacionando estas tres cuestiones es la autovalidación que se le otorga a estas situaciones. Sabemos que van a subir -contagios y el precio del dólar-, sabemos que volverá el humo. Una y otra vez. Rutinario.
La desidia de un Estado al que se le solicita la intervención en estas cuestiones, junto con la subestimación del Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible en un país que vive prácticamente del campo resulta inevitable en desenlaces como estos. Está claro que hay demasiados intereses en juego y debido al lobby agroindustrial no se pudo sancionar el proyecto de Pino Solanas en 2016. Ahora bien, no se puede seguir sosteniendo el operativo para apagar estos incendios, ya que consume por día 560.000 litros de agua, 20 millones de pesos y la intervención de 4 aviones hidrantes. Por el contrario, se asoma un halo de ilusión para contrarrestar estos embates de raíz. Esta semana se firmó el dictamen del proyecto de ley que prohíbe por 60 años los desarrollos inmobiliarios en tierras incendiadas. Cambiemos votó en contra y Leonardo Grosso, presidente de la Comisión de Recursos Naturales, dijo: «Están defendiendo los sectores que prenden fuego Argentina en función de sus intereses económicos. Nosotros queremos el Estado al servicio de la gente, ustedes del mercado».
Después de meses se acoplan los sucesos con las acciones, un tanto pasivas en principio, de un Estado que parece reaccionar. En las islas, suelo incinerado. Con daños irreversibles en la flora y fauna, acompañado de un cúmulo de efectos adversos como la liberación de grandes cantidades de dióxido de carbono o la desertificación del humedal. Parecen haber ganado el hartazgo y la indiferencia. El desgaste ha sido mayúsculo al punto tal de instalar hechos extraordinarios en nuestro día a día. La ignorancia resulta ser el mejor remedio ante un tema que nos sobrepasa y en el que no visualizamos una solución que no sea ir detrás de los incendios. Ante eso decidimos aceptar y que todo pase, en las islas y en la ciudad; en los animales y en nosotros. El tiempo lo destruye todo.